Llega el amanecer y Jesús sigue sin aparecer.
Confío en que va a resucitar… o bueno, confiaba. Ahora tengo miedo. Tengo miedo de que la muerte sea el duro castigo para quien persigue ese Reino que Él se inventó, temo que estos tres años de estar de Galilea a la Decápolis y de allí hasta Jerusalén, hayan sido en vano.
Muchas veces dije “¡Ya llegó el Mesías!”, pero al verlo llorando por la muerte de Lázaro, su amigo, quedé confundido, porque Él tenía todo para no permitir que muriera. Hace unos días volví a pensar que era el Salvador y confié nuevamente, fue cuando subíamos a Jerusalén y un montón de gentes del camino lo reconocieron y comenzaron a agradecerle, a exaltarlo, a adorarlo; allí sí dije “¡Este sí es el Cristo, y es amigo mío!”.
Anteayer lo mataron y todo valió nada, no pudimos hacer nada y lo hecho, hecho está.
Anoche fui al sepulcro con la última gota de fe que me quedaba, y la piedra segúa colocada tal como el de Arimatea la había dejado. Hoy ya no creo, ya pienso que ese tiempo fue de enseñanza.
¿Y ahora? Mañana tomaré de nuevo mi equipaje e iré de vuelta a Cafarnaún a seguir pescando como hace años, antes de conocerle. Ya me temía que de Nazaret pudiera salir algo bueno, como decían algunos.
* * *
Hace un rato, revisando mis cosas y alistándome para salir al camino, noté que la llave del cofre de mis monedas no estaba en el bolsillo donde la solía guardar. Le pregunté a los otros, pero aseguraban que no conocían siquiera la existencia de aquel cofre. Pensando y buscando, solo se me pudo haber perdido cuando fui al sepulcro al ver al Maestro.
Me puse las sandalias y fui tras mis pasos detenidamente, rumbo a aquel sepulcro donde había puesto punto final a mi fe en el Reino de Jesús. Fue allí, de camino, mirando atentamente al suelo, cuando me topé con unos pies: los pies que me animé a lavar la noche de la cena, luego de que Él me los lavara a mí. No quise levantar la mirada, no tenía duda que era mi Maestro. Caí rostro en tierra, abrazado a aquellos pies ahora traspasados y resucitados.
Fueron segundos que para mí valieron todo. Al instante desapareció mi Señor, y allí estaba la llave del cofre de monedas, lo único que me detenía para volver a mi tierra, la tierra donde Él caminó y que dejé cuando me llamó a seguirlo.
Consolado me devolví, en silencio y con ojos llorosos. Tomé todo lo que había en el cofre y salí a las calles. Vi que otros del grupo salieron tras de mí y, anonadados, vieron cómo repartía mis cuantos denarios a los pobres.
Cuando terminé, fui con ellos y les dije que seguiría caminando, pero desde la libertad, que nada me atase a la vida si me impedía darla como Jesús. Algunos me tildaron de loco y se fueron, otros hicieron lo mismo que yo, y ahora son mis mejores amigos.
¿Y Jesús? Él me sigue visitando, ahora en los pies de aquellos con quienes hago camino; de aquellos andan y ofrecen su vida en servicio a los demás; y en mis propios pies que, aunque a veces van en dirección contraria, sienten la certeza de que Él siempre camina a mi lado.