Sentir y Gustar – El desierto no es más que amor

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Camilo Casanova

Hace ya algún tiempo he venido sintiendo el deseo de ir al desierto, aventurarme al lugar inhóspito donde tantos hombres y mujeres, a lo largo de la historia, han cambiado su vida, incluyendo al mismo Mesías. Este lugar me mueve, me causa intriga, me llama desde lo profundo del corazón.

No comprendía por qué o para qué ir al desierto. Pensaba, de repente, que era hora de un cambio, que el Espíritu me movía a apartarme de todo para redireccionar mi vida, hacia algo que tenga más luz, una vida de plenitud. E ir al desierto implicaba eso: escuchar a Dios, que Dios me hable para conocer cuál es el fin último de mi vida.

Pero… quizá mi Espíritu no me llama a eso específicamente (que puede que también; venga, que a nadie le cae mal un cambio para mejor).

Siento que esta fuerte moción del Espíritu va más allá. Es sentirme amado por un Dios que me ha ocultado su rostro desde ya mucho tiempo, por más que le busco. Es sentir el abrazo de un Dios que quiere ver de lejos cómo su hijo da pasos en su propia vida.

“Lo llevaré al desierto y le hablaré al corazón” Os 2:16.

El desierto siempre se ha visto como una oportunidad para sacrificarnos, para ayunar, vigilar o martirizarnos privándonos de gustos (por aquello de las tentaciones). También se ha visto como un espacio para mejorar, para modificar conductas aprehendidas y proyectarse hacia una metamorfosis en bien de todos los que están alrededor.

Recuerdo el pasaje de la Biblia, y pienso que Jesús no buscaba eso… Pienso que Jesús fue al desierto a descubrir el amor de ese Padre que acababa de abrir el cielo y con potente voz anunciaba que Él era su hijo y que lo amaba con amor infinito. Esa fue la motivación de ese Maestro Nazareno para adentrarse en la aridez inclemente del desierto israelita.

Qué bonito que el final la Iglesia nos lo plantea de otra manera. Jesús fue tentado tres veces pasadas las cuarenta jornadas… En la liturgia, no es la tentación la que se hace manifiesta (para qué más, si ya vivimos envueltos en tentaciones), sino que es el triunfo del amor sobre el pecado: la pasión y resurrección de Jesús por amor a todos sus hermanos, y el nacimiento de nuestro Mesías como muestra viviente del amor a todas las criaturas.

Desde ahora, no veré al desierto, ni a la cuaresma ni al adviento, como espacios de penitencia o de cambios bruscos de estilos de vida; viviré el desierto como una muestra de amor pleno y sincero de un Dios que quiere susurrarme tiernamente al oído que “soy su hijo, a quien ama y de quien se siente orgulloso”. Ese es el desierto que quiero caminar en mi vida, y ese amor es el que verdaderamente transforma, no desde acciones aisladas, sino desde lo más profundo: desde dentro del corazón.

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