Hablemos de la pobreza

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P. José Raúl Arbeláez, SJ

Por esa época la vida no me sonreía. Más bien hacía muecas, como si algo le provocara risa nerviosa. Era el inicio de los años noventa. Me encontraba en Paris, ciudad voluptuosa y llena de gente próspera, aunque ése no fuera mi caso. Lejos de serlo. Los que habíamos llegado por la puesta de atrás, sorteando las basuras, vivíamos mucho peor que los insectos y las ratas.

No había nada, o casi nada, para nosotros, y por eso nos alimentábamos de absurdos deseos. Todas nuestras frases empezaban así: “Cuando sea…” Un peruano del comedor universitario dijo un día: cuando sea rico dejaré de hablarles. Poco después lo sorprendieron robando en un supermercado y fue arrestado. Había hecho todo bien, pero al llegar a la caja la empleada lo miró y pegó un grito de horror (podría calificarlos de “cinematográfico”), pues del pelo le escurrían densas gotas rojas. Se había escondido dos bandejas de filetes debajo de la capucha de su impermeable, pero dejo pasar mucho tiempo y la sangre atravesó el plástico. A partir de ese día cambió su frase: cuando sea rico nadaré en sangre fresca.

Luego supe que lo habían recluido en un psiquiátrico y jamás lo volví a ver. En mis bolsillos había poco que buscar (nada tintineaba) y por eso debí alquilar un cuarto de nueve metros cuadrados, sin vista a la calle, en los altos de un edificio de la rue Dulud, circunscripción de Neully-Sur-Seine, un barrio lleno de familias ricas y judías, automóviles elegantes, tiendas caras. Por cierto que cuando uno es pobre es muy malo rodearse de gente rica. No lo recomiendo. No trae buena suerte y genera un sabor amargo en la boca, nada bueno para la salud. Cuando uno es pobre es mejor estar rodeado de pobres. Créanme. EL SÍNDROME DE ULISES, Santiago Gamboa, Penguin Random House, 2021, p. 11-12

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