Hablemos de lo fácil que resulta ser muy religioso y lo difícil que es asumir una experiencia genuina de Dios

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P. José Raúl Arbeláez, SJ

La gran afición del aristócrata Ye venía probablemente de su nacimiento. Según el zodíaco chino vino al mundo cuando reinaba el signo más fuerte de los doce animales que conforman el horóscopo chino. No sólo nació en el año de dragón, sino, curiosamente, también con el ascendente de ese animal mitológico. Adoraba ese signo legendario como si fuera algo propio de su esencia existencial.

Los techos de su residencia se remataban con dragones tallados. Todos los muebles de la casa estaban decorados con imágenes de ese animal omnipotente. Su fabulosa colección de figuras de dragón era indudablemente la mejor de todo el imperio. Y como si la profusa presencia del animal en su casa no fuera suficiente, adornó todas sus prendas con bordados o estampaciones de dragón, se casó con una mujer del mismo signo, doce años más joven que él, eligió la servidumbre únicamente entre las doncellas nacidas con el mismo signo de su preferencia.

Dragón, dragón, todo dragón. Cuando el rey dragón, que vivía en el cielo, se enteró de su gran afición, conmovido y agradecido, descendió a la Tierra para visitarlo. Entró en el salón y lo encontró disfrutando de una preciosa pintura titulada “Nueve dragones entre las nubes”. Pero cuando sintió la presencia de algo raro en su casa, por el vaho helado y magnético que exhalaba el animal todo poderoso, se puso pálido. Su terror creció desmesuradamente cuando vio de soslayo las escamas de un cuerpo ondulante y escarchado. Se desmayó bañado en sudor frío. El rey dragón se desilusionó: “¡Con que sólo te gustaba la representación de mi especie! ¡Cuando ves al dragón de verdad te mueres de pánico!” Cuento de Sánchez-Mejías en CUENTOS QUE CURAN, Bernardo Ortín-Trinidad Ballester, Océano Ámbar, 2007, p. 19-20

P. José Raúl Arbeláez SJ – Equipo CIRE Ampliado

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