Esta mañana, al levantarme, recordé que era la víspera del 8 de diciembre. Entonces imaginé la alegría de los niños de mi cuadra prendiendo las velitas. Lucecitas que los niños protegen con sus manos deseando vivamente que sigan encendidas. Sí, “me imaginé” la alegría de los niños. ¡Frágil alegría! Tan frágil como la lucecita de una velita en las noches del 7 de diciembre. Así es la alegría de los niños. Es una “alegría de lucecitas”. Lucecitas encendidas con amor. Lucecitas apagadas con dolor. Estaba imaginando lucecitas, cuando recordé que en la tarde tendría que bautizar a una niña.

La niña entró a la iglesia en los brazos de su madre. Todo estaba listo para comenzar la ceremonia. Gabriela Belén -así se llamaría la niña-, estaba plácidamente adormecida.

Su padre, José, nos contó que el Ángel Gabriel y el pueblo de Belén, donde nació Jesús, habían inspirado su nombre. En la puerta del templo le dimos la bienvenida a Gabriela Belén y luego hicimos procesión hasta la pila bautismal. Estábamos todos alrededor de la pila y de pronto escuchamos una voz que venía del “cielo”. Era una voz tierna y cálida. Y dijo:

 “Gabriela Belén, sin importar el lugar dónde llegues a encontrarte, te haré venir a mí; sin importar dónde puedas estar, te mantendré unida a mí. Hoy voy a derramar sobre ti un agua pura. Hoy te voy a empapar con ella. Hoy te doy mi vida, la vida verdadera. Sé feliz.” (Ezequiel 36, 24-28, adaptación)

Alrededor de la pila bautismal nos mirábamos unos a otros llenos de perplejidad.

Entonces tomé un poco de agua entre mis manos y la fui dejando caer suavemente sobre la frente de de la niña. “Gabriela Belén”, dije con fuerte voz, “yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amen”.

 Un silencio reverente invadía el templo. Entonces José se acerco al cirio pascual, prendió una velita y se paró al lado de Gabriela Belén que miraba aquella luz con sus hermosos y asombrados ojos negros. En ese momento me acordé otra vez de las lucecitas en las aceras de mi cuadra. Me acordé de su magia y encanto. Y pensé que tal vez ese encanto pudo nacer el día de mi bautismo cuando mi padre se puso a mi lado sosteniendo también una lucecita, una frágil y brillante lucecita. Sostuve a Gabriela Belén en mis manos mientras bendecía su vida y di por concluida la ceremonia.

De regreso a casa seguía pensando en las velitas y sus lucecitas. De repente, como iluminado por una de ellas, comprendí su “magia”. Comprendí la razón por la cual esas lucecitas nos atrapaban tan tierna y cálidamente. 

Comprendí la alegría de los niños al frente de las velitas que anuncian la navidad y comprendí el porqué de mi nostalgia.

¡Esas lucecitas son lucecitas de Dios! Cada una de ellas susurra a nuestro espíritu una antigua promesa de Dios: “Te haré venir a mi”. Imaginé a cada ser humano como una frágil lucecita y a Dios acurrucado delante de cada uno, cubriéndonos tierna y delicadamente con sus manos…para que no nos apaguemos.

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. (…) En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.” Juan 1, 1.4-5 

P. José Raúl Arbeláez S.J. – Equipo CIRE Ampliado

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *