Me encantaría poder decir que en la escuela elemental, superior o universitaria tuve profesores de ciencia que me inspiraron. Pero, por mucho que buceo en mi memoria, no encuentro ninguno. 

Se trataba de una pura memorización de la tabla periódica de los elementos, palancas y planos inclinados, la fotosíntesis de las plantas verdes y la diferencia entre la antracita y el carbón bituminoso. 

Pero no había ninguna elevada sensación de maravilla, ninguna indicación de una perspectiva evolutiva, nada sobre ideas erróneas que todo el mundo había creído ciertas en otra época. 

Se suponía que en los cursos de laboratorio del instituto debíamos encontrar una respuesta. Si no era así, nos suspendían. 

No se nos animaba a profundizar en nuestros propios intereses, ideas o errores conceptuales. 

Al final del libro de texto había material que parecía interesante, pero el año escolar siempre terminaba antes de llegar a dicho final. 

Era posible ver maravillosos libros de astronomía, por ejemplo, en las bibliotecas, pero no en clase. 

Se nos enseñaba la división larga como si se tratara de una serie de recetas de un libro de cocina, sin ninguna explicación de cómo esta secuencia particular de divisiones cortas, multiplicaciones y restas daba la respuesta correcta. 

En el instituto se nos enseñaba con reverencia la extracción de raíces cuadradas, como si se tratara de un método entregado tiempo atrás en el monte Sinaí. 

Nuestro trabajo consistía meramente en recordar lo que se nos había ordenado: consigue la respuesta correcta, aunque no entiendas lo que haces. 

En segundo curso tuve un profesor de álgebra muy capacitado que me permitió aprender muchas matemáticas, pero era un matón que disfrutaba haciendo llorar a las chicas. 

En todos aquellos años de escuela mantuve mi interés por la ciencia leyendo libros y revistas sobre realidad y ficción científica. 

EL MUNDO Y SUS DEMONIOS. La ciencia como una luz en la oscuridad, Carl Sagan, Planeta, 1998, p. 13-14 

P. José Raúl Arbeláez S.J. – Equipo CIRE Ampliado

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