Manuel, el hombre que llevaba ocho años como un ermitaño viviendo en una casa en un árbol, acababa de enfermar. Un tumor había empezado a crecer en su garganta y él había decidido no hacerse ningún tratamiento. Estaba preparado para la muerte, la venía, incluso, invocando. Para él no era nada trágico, sino una salida, una solución a una vida que consideraba ya agotada.
Durante años se había encerrado en su propiedad en las afueras de Saravena, muy cerca de la frontera con Venezuela, y había renegado de la vida superflua de las grandes ciudades. La sociedad de consumo le fastidiaba y la consideraba la plaga del hombre contemporáneo, el origen de su ruina moral. Sin embargo, Manuel no pudo solucionar una trampa que poco a poco lo hizo pedazos: descubrió que la soledad era el comienzo de una depresión cuya única cura era, precisamente, la presencia del otro. […]
Al comienzo la soledad le parece la cura a tanta contaminación publicitaria, a tanta tele-basura, a tanto afán monetario. Lee, medita, se dedica a la vida contemplativa. Pero con el paso de los años se da cuenta de que necesita del otro, reconoce dentro de sí un vacío que lo devora, que le hace daño, que lo hunde en estados de ánimo deplorables. Descubre dentro de sí mismo que está diseñado para interrelacionarse con sus congéneres. EL LIBRO DE LAS REVELACIONES, Mario Mendoza, Planeta, 2021, p. 19-20
P. José Raúl Arbeláez, SJ. – Equipo CIRE Ampliado