Comunitas Matutina Octubre 8 2023

Hablemos del Presidente del Universo


Miles de veces, en nuestras celebraciones litúrgicas, y en muchas ocasiones más, hemos pronunciado la siguiente frase: “Jesucristo es nuestro Rey”. Tal vez desde muy niños comenzamos a escuchar la estrofa de una canción religiosa católica: “Tú reinarás, este es el grito / que ardiente exhala nuestra fe / Tú reinarás, oh Rey Bendito / pues tú dijiste ¡Reinaré!”. Si bien la alusión a Jesucristo como Rey puede ser comprendida de manera adecuada, es curioso que sigamos haciendo uso del lenguaje “real” en contextos políticos en los cuales la Monarquía, como forma de gobierno, lleva ya cientos de años en desuso. Nada raro que ese verso todavía se cante en muchos otros países mayoritariamente católicos donde la democracia, el socialismo moderado u otra forma de gobierno remplazaron la tradicional Monarquía. En Colombia, por ejemplo, el último virrey de la colonia fue Antonio Amar y Borbón, entre los años 1803 y 1810. Quiere decir que en Colombia, desde hace 204 años no se ha dado ningún otro período monárquico.

No podemos extrañarnos del uso que los Evangelios hacen de la palabra “rey”, referida a personajes de la historia del pueblo de Israel o de otros pueblos; no debe asombrarnos que Jesús la hubiese utilizado en las parábolas; tampoco nos puede extrañar el hecho de que los seguidores de Jesús la hubiesen utilizado para expresar el deseo de que fuese el gobernante del pueblo de Israel. Como sabemos hay pasajes explícitos donde se afirma que los seguidores de Jesús lo querían hacer Rey. Algo a lo cual Jesús siempre le hizo el quite. En ese contexto no nos asombra el uso de la palabra “rey”, pues era una época en la cual la monarquía constituía la forma típica de gobierno.

Por otra parte, es evidente que Jesús hablo de un Reino: el Reino de Dios. Esta constatación nos coloca frente a una paradoja: Jesús habla de un Reino de Dios sin Rey. En efecto, lo que Jesús propone es un Reino de Dios, no con un Rey ejerciendo su reinado, sino con un Padre ejerciendo misericordia. Jesús ha venido para mostrarnos al Padre, un Padre lleno de misericordia, de una infinita misericordia. Si un Reino de Dios estuvo claramente expresado en el mensaje de Jesús, es evidente también que ese reinado es ejercido por un Padre, el Padre de Jesús.

Teniendo en cuenta lo dicho, ¿qué sentido puede entonces tener una celebración de Jesucristo Rey del Universo? No tiene ningún sentido si nos imaginamos que esta celebración es la de un Jesucristo que está por allá en una nube, en un lugar inalcanzable y recóndito, en un trono real desde el cual observa impasible el modo como los seres humanos luchamos para sobrevivir en un planeta lleno de riquezas naturales pero inadecuadamente utilizadas, generándose así profundas grietas sociales expresadas en la inequidad y la injusticia que campea en la gran mayoría de países.

En cambio, tiene sentido si la vinculamos a la invitación que nos hace Jesús para acompañarlo en su “programa de gobierno”; si la vinculamos a nuestras actitudes y propósitos expresados de la siguiente manera: dar de comer a los hambrientos; dar de beber a los sedientos; acoger a los forasteros; vestir a los desnudos; visitar a los enfermos y a quienes están en prisión. Jesucristo no podrá llevar a cabo ese “programa de gobierno” sin nuestra participación. En otras palabras la celebración de “Cristo, Rey del Universo” es la celebración del modo “eficaz” como nosotros estamos llevando a cabo el programa planteado por Jesús para lograr que, en medio de nuestras realidades humanas, lo que vaya surgiendo con claridad sea la paz y la justicia. Un programa de gobierno propuesto no por un Rey sino por un Padre; un programa que nos ha sido comunicado no por un gobernante, sino por el Hijo del Padre.

Si cada uno de nosotros siente que efectivamente se está vinculando a este programa; si una comunidad parroquial siente que participa con alegría y entusiasmo en dicha propuesta; si nos esforzamos como ciudadanos para impulsar y apoyar propuestas efectivamente equitativas surgidas desde los ámbitos de gobierno establecidos; si somos capaces, con valentía, de reclamar justicia y paz ante las instituciones comprometidas con esos valores; si, finalmente, somos capaces de reconocer nuestras faltas, nuestra incoherencia, nuestra indiferencia con relación a dicho programa, si oramos y pedimos la conversión efectiva de nuestra manera de pensar y de vivir; si todo eso hace

parte de nuestro compromiso cristiano, entonces tendremos razones para celebrar. De lo contrario nada tendrá sentido. Seremos hombres y mujeres que gustan de llamarse cristianos, pero a los cuales Jesús nos llamará “hipócritas”.

Valdría la pena, políticamente hablando, preguntarnos cuál sería el cargo que podríamos equiparar hoy día con aquel de Rey, ejercido por los gobernantes en tiempos de Jesús. Creo que toda América está regida por “presidentes”. Si quisiéramos, pues, adaptar al lenguaje político actual la celebración que propone la Iglesia el día de hoy, deberíamos decir: Jesucristo presidente. Suena chocante, por lo cargado que está nuestro mundo político de corrupción y mentiras. Pero la expresión no se aleja de lo posible ateniéndonos a lo dicho más arriba.

Los “cristianos católicos” que habitamos Colombia somos muchos. Ese círculo se amplía diciendo simplemente que son muchos los “cristianos” en Colombia. Hay mucho cristianismo en Colombia, pero parece ser un cristianismo alejado del programa de gobierno propuesto por nuestro “Jesucristo presidente”. Pocos le caminan a ese programa; pocos creen en él; pocos lo asumen con entusiasmo. Muy poquitos, o tal vez nadie, se toma en serio aquello que sugiere Jesús de “vender todo lo que tenemos y dárselo a los pobres”. Pocos buscan la justicia como si fuera lo primero. Al contrario, nos lanzamos desaforadamente al ejercicio del consumo y la apropiación de bienes sin importar que se pase por encima de los demás. Nadie quiere mirar la viga que hay en su ojo, en cambio se empeñan en sacar a la luz pública la brizna de tierra que ha entrado en el ojo de los demás. Pocos ofrecen la otra mejilla a sus enemigos. No creemos en la paz. Hoy, pues, muchos han clamado: “Jesucristo presidente”, o “Cristo, Rey del universo”, pero que poquitos creemos en su plan de gobierno.

P. José Raúl Arbeláez S.J. – Equipo CIRE Ampliado

Hablemos de Nuestros Talentos


Tener conciencia de nuestra existencia es una experiencia desconcertante, asombrosa, absolutamente maravillosa. A cada uno de los seres humanos que han tenido el privilegio de existir se les ha abierto una puerta: la vida. Es una experiencia tan fascinante que, cualquiera sea la cantidad de tiempo que dure, siempre se hace corta, efímera: “Los años de nuestra vida son unos setenta, u ochenta, si hay vigor; mas son la mayor parte trabajo y vanidad, pues pasan presto y nosotros nos volamos” (Salmo 90,10). Hoy existen en el mundo más de siete mil millones de seres humanos. Yo que escribo y tú que lees, hacemos parte de ese multitudinario conglomerado. Un día atravesamos la puerta de la vida y esa puerta sigue abierta todavía. Esa realidad es sostenida por algo, una fuerza, una energía, un ser maravilloso, un Dios. Algo de lo cual nada podemos decir, ante lo cual mejor sería callar: “Mas Yahveh está en su santo Templo: ¡Silencio ante Él, tierra entera!” (Habacuc 2,20).

Nosotros, cristianos, creemos en Jesús y creemos que Él viene de Dios, que es Dios manifestado en la persona del Hijo, de Jesucristo. Por eso lo que Jesús nos enseña de Dios se constituye para nosotros en certeza. Aquello que Jesús nos manifiesta con su vida y su Palabra es “voluntad de Dios”, “querer de Dios”.

Una de las parábolas de Jesús quiere darnos a conocer cuál es la voluntad de Dios: nos dice que al abrirse la puerta de la vida para cada uno de nosotros, puso Dios a nuestro cuidado algo que pertenece a Él. Dios puso bajo nuestra responsabilidad ciertos bienes: “los dejó encargados de sus bienes”. Es necesario meditar profundamente esa realidad: cada uno de nosotros lleva consigo algo que sólo pertenece a Dios. Tenemos la tarea de cuidar algo muy querido por Dios, puesto que son “bienes” suyos.

Pero Dios no solamente quiere que los cuidemos, Él espera que los pongamos a producir. Y tiene como expectativa recibir el cien por ciento de aquello que ha puesto a nuestro cuidado. A uno les ha dado más, a otros menos, pero de todos espera que hagamos rendir esos bienes al cien por ciento. Para hacerlo tenemos este presente, este hoy que misteriosamente Dios nos regala. Con el pasado no podemos hacer nada; el futuro es incierto; en cambio el hoy sí es una posibilidad. Las circunstancias pueden ser difíciles; pero mientras contemos con este presente las posibilidades están abiertas. Alberto Cortez y Facundo Cabral lo cantaron bellamente: “Está la puerta abierta / la vida está esperando / con su eterno presente / con lluvia o bajo el sol”.

Por otra parte, la parábola claramente expresa la siguiente realidad: Dios nos da la vida, con la vida nos regala la libertad; pero luego Dios no se inmiscuye en nuestras decisiones. Nos aporta luces, nos regala a Jesús, nos advierte de mil maneras cuando ve que vamos por los caminos inadecuados; pero respetará siempre nuestras decisiones. Nunca Dios limitará nuestra libertad. Eso nos puede producir vértigo, miedo. En efecto, la parábola también aporta una gran claridad identificando el enemigo que puede llevarnos a fallarle a Dios: el miedo: “Tuve miedo”, dice uno de los siervos. Dios no lo justifica. Al contrario, le pone el nombre adecuado a lo que el siervo ha identificado como “miedo”: maldad y pereza. Son duros los términos, pero son reales. Probablemente todo miedo contiene en su raíz una cierta maldad, una cierta pereza. Hay maldad cuando escondemos lo bueno que Dios nos ha dado sabiendo que podría servirle a otros o a uno mismo. Hay pereza cuando, reconociendo que no existe un solo ser humano carente de dones, perdemos el tiempo presente sin llevar a cabo ningún esfuerzo para ponerlos a producir. La maldad, la pereza, en últimas el miedo, nos empobrece.

¿Cómo vencer el miedo que tantas veces nos puede asaltar? Jesús nos da una clave: la comunidad. Fue uno de sus mayores esfuerzos: lograr consolidar una comunidad. No fue fácil. El resultado lo alcanza Jesús como consecuencia de su vida totalmente entregada a la voluntad de Dios. La totalidad de su vida, incluida su resurrección. Ahí encontramos la fuerza de nuestra fe. Jesucristo es la invitación vital que nos hace Dios a participar plenamente de su proyecto creador, de su plan salvador. Vivir auténticamente una experiencia de comunidad, en la cual nos fortalecemos para compartir y hacer producir mutuamente los dones que Dios nos ha regalado, constituye, ya, la manifestación en la comunidad de la fuerza resucitada de Jesús. Esa fuerza existe; esa fuerza permitió que los apóstoles, discípulos y amigos de Jesús vencieran sus miedos y continuaran trabajando en la realización de la voluntad de Dios: construir verdaderas comunidades humanas, fraternas y solidarias. También Facundo Cabral y Alberto Cortez lo cantaron a su modo: “Está la puerta abierta / juntemos nuestros sueños / para vencer al miedo / que nos empobreció”.

San Pablo es un hombre lleno de esperanza. Él cree firmemente en lo que Jesús le inspiró. Por eso confía tanto en la gracia del Espíritu Santo. Sabe que el Espíritu Santo verdaderamente actúa al interior de los hombres y mujeres que conforman la comunidad. Por eso mismo se atreve a decir que “todos ustedes son hijos de la luz”. Creamos también nosotros, con la misma firmeza que somos “hijos de la luz”. Por eso, no nos distraigamos, no dejemos que entre la pereza en nuestras vidas. El presente es un tesoro y no podemos desaprovecharlo. Propongámonos realmente acrecentar en nosotros la capacidad que Dios nos ha dado para amar. De ninguna otra manera ha quedado tan claramente expresada la voluntad de Dios: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Lo dijo Jesús; pero no se quedó en palabras: lo vivió radicalmente. Eso que Jesús dijo hace siglos, recientemente no lo recordaron los cantautores a los que he aludido: “La vida es encontrarnos / para eso nacemos / porque el punto más alto / es llegar al amor”.

P. José Raúl Arbeláez S.J. – Equipo CIRE Ampliado